Dondequiera que esté en Portugal, resulta difícil no encontrárselos. Los azulejos portugueses recorren estilos y lenguajes de todos los tiempos, y llenan de color cualquier paseo o visita. Al-zuleique es la palabra árabe de la que se deriva azulejo y designaba la «pequeña piedra lisa y pulida» que utilizaban los musulmanes en la Edad Media. La forma en la que estos aplicaban los azulejos para decorar suelos y paredes gustó a los reyes portugueses y así, a partir del siglo XV, se hicieron con un lugar destacado en la arquitectura. Se puede decir que Portugal los adoptó de forma única, como ningún otro país europeo.
A mediados del siglo XVI aparecen en Lisboa los primeros talleres de artesanos. Hasta entonces habían llegado desde España de la mano de Manuel I, gran admirador de los palacios hispano-árabes, que hizo cubrir de bellísimos azulejos los muros de su palacio de Sintra. Pero el país luso también recibiría encargos llegados desde Holanda. La influencia holandesa va a ser decisiva, como veremos, en la personalidad del azulejo portugués.
Artesanos italianos establecidos en Amberes llevaron la técnica de la mayólica renacentista a tierras holandesas. En 1576, huyendo de las tropas de Felipe II, se asentaron en Amsterdam, Rotterdam, Haarlem, y por supuesto, en Delft. En el puerto de Delft estaba la sede de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Una de sus más preciadas importaciones era la porcelana china de la dinastía Ming. Buscando la manera de competir con aquella carísima y demandada porcelana oriental, extenderían la cerámica decorada en azul sobre blanco por toda Holanda. La policromía que llegó desde España desapareció. El azulejo se convirtió en una sinfonía azul y blanca que se mantuvo hasta la mitad del siglo XVIII.
En el siglo XVIII el azulejo «invadió» iglesias y conventos, palacios y casas, jardines, fuentes y escalinatas. Con motivos geométricos, contando historias de la vida de santos o temas profanos como las fábulas de La Fontaine, a veces con texto como si de un antepasado del cómic se tratara, se convirtieron en uno de los principales elementos decorativos portugueses. Durante mucho tiempo, el azulejo fue utilizado en el interior de los edificios y sólo puntualmente en el exterior. A mediados del siglo XIX “invadió” las ciudades, siendo aplicado en las fachadas de los edificios, en consonacia con el uso de otros elementos de cerámica como macetas, estatuas, etcétera.
Las fachadas urbanas se transformaron, entonces, en largas paredes cerámicas. Las calles de Lisboa están repletas de ejemplos de esa época, que se prolongó hasta el siglo XX. Los catálogos de las fábricas inglesas y belgas, junto con motivos del modernismo (Arte Novo) de influencia belga, holandesa y alemana, tuvieron un gran peso en las industrias portuguesas, al servir de inspiración para la creación de sus propios catálogos. El éxito de aquellas piezas viajó por Europa. Paises como España, Italia, o Francia siguieron concediéndole a los azulejos un lugar de importancia, pero sin duda fue en Portugal donde arraigó con fuerza la costumbre de envolver en azul y blanco los muros de su arquitectura.
Viajar por el país es visitar un auténtico museo vivo de la azulejería, pero el Museo Nacional del Azulejo, en Lisboa, es la mejor forma de conocer toda su historia y su evolución técnica y artística, desde sus comienzos hasta la producción contemporánea. En pleno siglo XXI, las corrientes más vanguardistas siguen utilizando el azulejo de forma notoria, marcando el arte público. Enumerar todos los lugares en los que se pueden admirar resultaría complicado, pero merece la pena mencionar algunos en los que se aplicaron de forma sistemática u original. Todas las estaciones del Metro de Lisboa se encuentran revestidas de azulejo, con obras de artistas portugueses como Vieira da Silva o Júlio Pomar. Esta idea traspasó fronteras y consiguió que estas obras de arte también llegaran a estaciones de metro en Bruselas (Jardin Botanique), París (Champs Élysées/Clémenceau), Budapest (Deák Tér), Moscú (Belourusskaya) y Sídney (Martin Place).
Por todo el país paneles de azulejo nos sorprenden en las antiguas estaciones de tren, en su mayoría alusivos a costumbres, tradiciones y paisajes de las regiones en las que se encuentran situadas. Una de las más destacadas es la de de São Bento, en Oporto. En Aveiro, se utilizó históricamente en los edificios modernistas que se encuentran en el centro de la ciudad. Uno de los ceramistas del siglo XIX más conocidos en Portugal, Rafael Bordalo Pinheiro, decidió darles volumen y construyó motivos que representaban insectos y plantas. Fueron una innovación en su época y, todavía hoy, resultan sorprendentes. Podemos verlos, por ejemplo, en Lisboa, en el Museo Rafael Bordalo Pinheiro, dedicado a este tema.
En Sintra, en un paisaje Patrimonio de la Humanidad, podemos ver en el Palacio da Vila una aplicación genuina del arte de la azulejería a lo largo de los siglos, en consonancia con los gustos de los antiguos reyes que aquí vivieron. La Iglesia de San Lorenzo, en Almancil, es un ejemplo de referencia del revestimiento azulejar total (paredes y techo) que forma parte del estilo barroco portugués y es, asimismo, un punto de visita obligatoria del patrimonio histórico del Algarve. Pero estos objetos no tienen que permanecer solo en la memoria y en las fotografías. En una versión más clásica o más moderna, sueltos o en paneles, son, sin duda, un buen recuerdo para llevarse a casa de Portugal o para regalar a un amigo.